martes, 8 de enero de 2008

Glauco y Diomedes


Mientras llegan el resto de asambleístas, me he distraido componiendo un centón irreverente de la Ilíada. El encuentro entre Glauco y Diómedes que a muchos que no están en la onda de la segunda sofística escandalizaría.

Empezaba entonces el sol a lanzar sus rayos sobre los campos en su ascensión al cielo desde el Océano de plácidas y profundas corrientes, cuando aquéllos se encontraron frente a frente. Y tras quedar complacidos en su mutua contemplación fue el primero de los dos en hablar Diómedes el bueno para el grito de guerra:

- ¿realmente ha resultado mejor para ambos, para tí y para mí, el que los dos, aunque afligidos en el corazón, hayamos sido presa del furioso arrebato de la discordia que devora los corazones, a causa de una joven? Tú eres para mí padre, venerable madre y hermano, tú eres mi floreciente compañero de lecho. Vamos, ten ahora compasión de mí y quédate aquí en la torre.
A él respondióle el hijo de Hipóloco:
- Muchas veces ya me hablaron los aqueos en este sentido y una y otra vez me denostaban. Cual la generación de las hojas, tal es también la de los hombres: las hojas, unas las echa el viento a tierra, mas otras hace nacer el bosque reverdeciente al llegar la estación de la primavera.
A él a su vez díjole el titida Diómedes:
- Titida magnánimo, está bien escuchar al que habla de pie, y no es correcto interrumpirlo, pues le resulta ello difícil incluso al que tiene experiencia. Más venga ya, acostados en el lecho gocemos del amor, puesto que nunca hasta hoy de este modo envolvió Eros mis mientes como ahora mismo yo te estoy amando y me apresa de ti un dulce deseo.
Los ojos se le encendieron terriblemente y hablándole el ilustre hijo de Hipóloco dijo aladas palabras:
- Ιgual de odioso que las puertas del Hades es para mí aquél que guarda una cosa en su corazón y dice otra. Yo, por el contrario, hablaré del modo como creo que deberá ser. Me parece que todo los has dicho con toda el alma. Pero mi corazón se hincha de cólera, siempre que me acuerdo de aquello.
El fuerte Diómedes se quitó el casco de la cabeza, y depositándolo en el suelo entre mil resplandores, le dijo:
- Pero no soy yo el culpable, sino Zeus, el Destino y la Erinia que habita en la tenebrosa bruma!
A él mirándolo de abajo arriba díjole el irreprochable Glauco :
- ¿Adónde ha ido a parar ya tu cordura, por la que antes eras famoso en el extranjero?
El titida magnánimo clavó su lanza en la tierra nutridota de muchos y hablóle al pastor de huestes con dulces palabras:
- Dame un lecho ahora, cuanto antes, tú el del linaje de Zeus, para que acostados, gocemos ya rendidos por el dulce sueño.
Habiendo hablado así, asiéndolo por las rodillas, comenzó a suplicarle:
- Y otra cosa te diré y te encomendaré, si es que quieres hacerme caso: no pongas tus huesos lejos de los míos, sino juntos, como juntos nos criamos en vuestro palacio.
Así y tales cosas hablaban ellos entres sí. Mas el sol se puso. Se fueron los dos por la orilla del mar de poderosos rugidos. Cuando aún no era la aurora y la noche era de dudosa claridad se acostaron entonces y recibieron el don del sueño.
Versos extraidos de Il. VII 421 κ.ε., XXIV 633 κ.ε., VI 429 κ.ε., XIX 55 κ.ε., XIX 85 κε.ε, VI 144 κ.ε., XIX 75 κ.ε., III 440 κ.ε., IX 315 κ.ε., I 200 κ.ε., IX 643-4, VI 475 κ.ε., XIX 85 κ.ε., XXIV 559 κ.ε., XXIV 201 κ.ε., VI 211 κ.ε., XXIV 633 κ.ε., XXIII 69 κε., VI 463 κ.ε., IX 182, VII 433, VII 481, más o menos.

No hay comentarios: